Como el diente de león

¡Que más quisiera yo que tener siquiera alguna de sus cualidades!

Pero ya que no, quisiera parecerme al diente de león en que quien le conoce; le valora, le aprecia y le puede utilizar en su beneficio.

Aunque yo no pueda contribuir a la mejora de la salud, ni aportar nutrientes al cuerpo; me propongo, de manera similar a como el diente de león dispersa las cipselas (en mi caso, palabras escritas) con ayuda del viento; (en este mi caso, etéreo, subliminal o virtual); con la ilusión, esperanza y confianza de que sirvan a alguien, en algún momento, para mejorar la salud de su espíritu; ya sea de manera positiva, porque haya encontrado algo que le reconforte; o negativa, reafirmándose en su opinión contraria, lo cual también puede satisfacer.

domingo, 23 de abril de 2017

El gaucho Martín Fierro


El año que no ganó la fase regional del concurso de dibujo técnico -contaba, a la sazón, dieciséis- viajó, en verano, por primera vez a Barcelona. Iba a pasar unos días con su abuelo paterno que vivía desde cinco años antes con su hija; casada con un catalán de interior. De la provincia de Lérida, concretamente.
Este catalán le recibió muy bien. Su esposa -tía del protagonista- le decía: te quiere tanto, porque cuando residieron aquí tus padres, estaba enamorado de tu madre. No es que el catalán -su tío- lo hubiera manifestado de ninguna manera, nunca; pero hay cosas que no escapan a la intuición de las mujeres. El protagonista lo tuvo por cierto, porque comprendía que su madre tenía encantos suficientes para enamorar a cualquier hombre.

Su tío vivía de "las rentas". No trabajaba. El matrimonio poseía una tienda, que producía beneficio suficiente para vivir cómodamente. Vivían en su casa, además del matrimonio, el padre de la esposa -abuelo del protagonista- una tía de la esposa -cuñada del abuelo- que hacía de cocinera; una joven leonesa que era la dependienta de la tienda; y, como no tenían hijos y el piso era muy grande, dos inquilinos en sendas habitaciones: un hombre y una mujer.

El tío, paseaba por Barcelona, como por su pueblo. Ya vivía allí desde antes de la guerra. Había vendido sus tierras en el pueblo y había comprado en Barcelona un negocio de alimentación y un solar. El solar, después de la guerra, fue comprado por el Ayuntamiento, para construir una escuela. El matrimonio ganó bastante dinero con esa venta, que invirtió acertadamente. Y comenzaron a incrementar sus ahorros. A invertir de nuevo y a seguir acrecentando su capital. Ya no se ocupaba de los negocios. Los administraba su esposa. Él, solo paseaba, se juntaba con los amigos en La Rambla a la altura de Canaletas, tomaban el aperitivo, charlaban, se metían con el gobierno -de Madrid, claro- y otro paseo a casa para comer, leer la prensa antes; y luego hacer la siesta.

Cuando el sobrino llegó a su casa, el tío le colmó de regalos. Y no sólo eso. Cambió su rutina para hacer de cicerone del sobrino. El protagonista conoció así, acompañado por su tío, Montjuich, el Castillo, la Fuente Monumental, el Estadio, el Pueblo Español, los jardines, las Ramblas, la fuente de Canaletas, el parque Güell, los edificios de Gaudí, la Sagrada Familia, estatua de Colón, el puerto, las "golondrinas" del puerto, en fin, todo Barcelona.
Pero es que además, la Barceloneta, el Barrio Chino, los Encantes, el Barrio Gótico, Ayuntamiento y Plazas, Palacios, etc.

Un día, que no era el de San Jorge, habíase dado el tío un paseo en solitario por la feria del libro de ocasión. Y compró un libro para su sobrino.
¡Toma!, le dijo. He estado en la feria del libro usado y he comprado este para ti. El sobrino lo cogió en sus manos y leyó el título: Martín Fierro.
Ese libro supuso para el sobrino, un salto de Emilio Salgari, Daniel Defoe y Julio Verne a otro tipo de lectura; como cuando dejó de leer tebeos para leer a Julio Verne en aquellas ediciones que tenían el texto en la página de la izquierda y dibujos en la de la derecha.

Seis versos se grabaron a buril en su memoria:
No me aparto de la güeya,
aunque vengan degüellando;
con los blandos, yo soy blando;
y soy duro con los duros;
y ninguno, en un apuro;
me ha visto andar tutubiando.


En cierto modo, el sobrino suplió por un breve periodo de tiempo, la falta de un hijo de
su tío. También el tío, fue como un padre para el sobrino, durante los pocos días que compartieron de sus vidas.

El delineante.

Andaba por los dieciséis años. Fue un año glorioso para él. Había ganado el concurso anual de dibujo técnico en su circunscripción y le enviaron a competir con los de otras circunscripciones. Era el siguiente nivel y se realizó aquel año en una Universidad Laboral.
Una semana con viajes y manutención gratis en una ciudad a la orilla de un gran río y lleno de chicas y mujeres jóvenes muy guapas.
Se había presentado al concurso otro joven mas mayor -quizás dieciocho o diecinueve- que ya no era estudiante. Trabajaba en "La Standar" una gran empresa de la capital del reino. Por supuesto era el ganador de su circunscripción.
El material técnico que llevaba era impresionante: gran caja de compases y bigoteras, "rotrings" de diversas medidas, gran número de lapiceros con casi toda la gama de durezas de grafito, escalímetros, reglas y cartabones de primera calidad, plantillas de letras, de óvalos, de elipses, de exágonos...
Tan impresionante era el material que había facilitado la empresa a su representante, que el "profesor" de dibujo quedó deslumbrado por el instrumental.
Los dos primeros días no se separó del candidato poseedor de tan variados y novedosos instrumentos de dibujo. Le observaba dibujar con tanta atención, que daba la impresión de que su verdadero interés consistía en aprender como funcionaban y se utilizaban los instrumentos, al parecer, desconocidos para él hasta entonces. De vez en cuando observaba al delineante que tenía a su derecha, mas de tarde en tarde al de su izquierda, esporádicamente a los otros que tenía a su alrededor.

El del año glorioso, el protagonista de esta historia, no recuerda o no sabe por qué se había colocado tres o cuatro filas mas atrás. Estaban situados todos- eran unos ocho o diez- por el centro del aula, hacia la derecha. Algunos en mesas contiguas, otros en mesas separadas pero aledañas. Todos bastante juntos para las dimensiones del aula. Los que no estaban en la misma fila, estaban en la anterior o en la siguiente. Todos en tres filas de mesas.
El protagonista se instaló, como ya se ha dicho un poco mas separado. Un poco mas alejado. ¿Porqué?
Cualquiera podría pensar que fue debido a su carácter. Y no andaría muy descaminado. Podría pensarse que se debió a carencia de seguridad en sí mismo. No. Nada de eso. Podría pensarse que le guió la timidez o su casi absoluta carencia de soberbia, vanidad o fatuidad. Estarían mas acertados.
Otra cosa es indagar en las causas que habrían forjado ese carácter.
Quizás algún acontecimiento traumático sucedido algunos años antes, le hubiera marcado, le hubiera acomplejado. Quizás ese hipotético acontecimiento, le pesaba como una losa, le dolía y le condicionaba. Quizás.
No supo nunca si su comportamiento estaba condicionado por un trauma no acabado de superar o si era debido a su carácter.
Lo cierto y real era que, para dibujar; como para cualquier otra tarea que afrontaba, tendía al aislamiento. Con el único motivo de facilitarse a sí mismo un espacio libre de distracciones, que le permitiese concentrarse mas y mejor en lo que se disponía a realizar.

Le dieron una pieza metálica, se supone que igual que las que dieron a sus adversarios. Nunca lo supo, ni le preocupó. Dibujar -en dibujo técnico- es representar lo que se tiene delante. No importa que las piezas sean distintas. Con ver el dibujo, se sabe que pieza se ha dibujado.
Se centró en ella. Había que dibujarla primero a mana alzada. Luego tomar medidas y pasarlas al "boceto". Por fin, dibujar; primero "a lápiz" y luego "a tinta" la susodicha pieza. Hacer un plano real de ella, suficiente para que el operario de taller pudiese realizarla.

Con su lapicero -ya enano de las veces que le había afilado- del número dos hache (2H), comenzó a trazar verticales, horizontales, paralelas, perpendiculares, ejes de simetría, círculos, rectángulos, triángulos, cuadrados, semi-círculos, trapecios, rombos, elipses...
Terminó la primera jornada. Al día siguiente, acabó de hacer el dibujo previo. Había terminado de acariciar el papel con la punta del lápiz, afilándole con la cuchilla de afeitar en cuanto perdía la finura de la punta. Era el momento de utilizar el lapicero hache-be (HB), mas blando; para repasar los trazos de las líneas ocultas primero -cuando está mas afilado, pues teóricamente los trazos ocultos deben ser mas gruesos que los ejes de simetría, pero mas finos que las lineas visibles- y los contornos después.

A media mañana del tercer día, se le acercó el fraile profesor. Ya era hora, pensó él, que empezaba a sentirse discriminado. No deseaba de ninguna manera tenerle como sombra. No era una situación agradable para él y aunque hubiese sido soportable, podría haber condicionado su manera de trabajar y haber influido en el resultado.

Le sonrió, le preguntó afablemente qué tal iba. Le respondió que bien, que mirase sus dibujos. El fraile lo hizo. Los observó detenidamente, le miró a los ojos y le dijo: ¡oye! ¡que los bocetos se hacen a mano alzada, sin reglas ni cartabones! En ese momento supo que no iba a ganar el concurso.

Pero en ese momento supo que era el mejor de los que allí estaban. No dijo nada. No se ofendió. No se defendió. No porfió. Solo dijo ¡¡claro!!. Pero en su fuero interno sabía que el fraile-profesor-tutor-evaluador o lo que fuese; no se fiaba de él. Y que esa desconfianza, iba a pesar en la valoración del trabajo. Quedó el tercero. Para los demás.
Pero él sabía que no solo era el mejor, sino que era tan bueno, que para quien tenía que evaluarle, era inconcebible que se pudiera dibujar a mano alzada con aquella precisión. Y ello le bastaba.